Kingston, 10 de Julio de 1815.
Excmo. señor Presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada.
Excmo. Señor:
Cuando la Nueva Granada tenía fijada su confianza en el ejército que V. E. se dignó encargarme, y cuando la heroica Venezuela se excedía en esfuerzos inauditos por destruir a sus verdugos, en la esperanza de sus libertadores; separado yo del ejército y del país en que debíamos triunfar o morir [1] es de mi deber presentar a V. E. un cuadro fiel de los sucesos que han frustrado los planes sublimes que V. E. había concebido para salvar a entrambas.
V. E. sabe que al desaparecer nuestra república, ofrecí de nuevo a mis conciudadanos volver por la Nueva Granada. No falté a mi promesa; y la cuna de nuestros primeros libertadores fue, segunda vez, mi asilo, y segunda vez hallé en ella tanta amistad y protección, cuanta [2] estaba en sus facultades concederme.
Las reliquias del ejército venezolano, bajo las órdenes del bravo general Urdaneta, vinieron a la provincia de Pamplona, a recibir auxilios de sus hermanos granadinos. No los recibieron por entonces; pero sí los prestaron a V. E. que les ordenó marchar a Cundinamarca a reducir al orden constitucional aquella provincia que, disidente, rehusaba entrar en confederación. Santa Fe vio en su recinto a sus vencedores, hermanos y amigos; y, para el complemento de su gloria y prosperidad, recibió en su seno al Gobierno General de la Nueva Granada.
Los pueblos acogieron a los soldados venezolanos con admiración y ternura; contemplando en aquellos preciosos restos de nuestro patrio suelo unos héroes que, al través de cien combates, habían preservado su honor, su vida y su libertad, para salvar el honor, la vida y la libertad de sus conciudadanos. Estas reliquias formaron un respetable cuerpo con los generosos auxilios que nos dio Cundinamarca: sus hijos engrosaron nuestras filas; sus tesoros llenaron nuestra caja militar; y ricos uniformes vistieron nuestros soldados. La magnanimidad de V. E. no se contentó con premiar mis débiles servicios, nombrándome capitán general de sus ejércitos, sino que me prometió y prestó socorros de todo género, y me envió a Cartagena a tomar el mando de las tropas de aquella provincia; a armar, municionar y equipar de cuanto era necesario al ejército destinado a libertar a Santa Marta y Venezuela. ¡Jamás un gobierno se ha interesado tanto en la suerte de un pueblo afligido, como lo hizo V. E. con mi patria! Así, nuestra gratitud será eterna, como el dolor que imprime en nuestros corazones la descripción de los acontecimientos que han impedido la ejecución de la campaña, que habría asegurado la suerte de esta [3] parte de América.
Con la confianza que debía inspirarnos la obediencia que se debe a la autoridad de V. E., nos ponemos en marcha. Recobramos de paso la ciudad de Ocaña, que había ocupado el enemigo. Mompox nos acoge con entusiasmo y aun delirio. Hasta aquí nuestras pérdidas eran imperceptibles; todo nos prometía honor y fortuna.
Mientras tanto, existía en Cartagena una odiosa guerra civil que había envuelto a todos los habitantes de la provincia, que habían ya llegado a las manos. Para decidirla, el comandante general de las armas, brigadier Manuel Castillo, logra por fraude ocupar la plaza.
Desgraciadamente aquel general conservaba contra mí una antigua rivalidad; y excitado por sus propias pasiones, no menos que por las de otros, adoptó la desesperada resolución de denegarse al cumplimiento de las órdenes de V. E., y tomó en consecuencia cuantas medidas hostiles podían emplearse contra un enemigo cruel, con el objeto de repulsar al ejército de la Unión, para destruirlo si le fuese [4] posible.
Previendo yo los desastrosos efectos que debía producir una lucha tan escandalosa, me resolví a tolerar todos los sacrificios, por evitar la ruina de un ejército tan poco acreedor a esta infausta suerte; por no participar de la culpa, no ser tenido [5] como la causa inmediata de una guerra intestina, y no ver menospreciada la suprema autoridad de V. E.
Así, luego que llegué a Mompox dirigí un edecán con pliegos para el gobierno y el general de Cartagena, participándoles mi llegada a aquella ciudad y el objeto de mi comisión; no obstante que V. E. y yo habíamos dado los avisos necesarios para mi reconocimiento y el apresto de los elementos indispensables para la expedición que se me había hecho el honor de encargarme. Por otra parte, escribí cartas misivas y confidenciales al ex-gobernador Gual y a otros sujetos respetables, ofreciendo una cordial reconciliación por mi parte con el brigadier Castillo, sin embargo que éste acababa de publicar un libelo contra mí, en que derramando las injurias a torrentes, intentaba denigrar mi reputación, mi honor y mi moral. V. E. ha echado la vista sobre este libelo; ha juzgado de su injusticia [6] y me ha satisfecho por su declaración de 24 de enero, de un modo que no me queda nada que desear; pues un rasgo de V. E. impone más en la opinión pública, que todas las declamaciones envenenadas de los calumniadores. Yo estaba, pues, vindicado; y en olvidar los dicterios de Castillo, no hacía esfuerzo alguno. Pero ni este desprendimiento, ni otros muchos actos de una naturaleza verdaderamente pacíficos, lograron [7] calmar el encono y la ambición de mi adversario.
Al principio me escribió oficialmente, reconociéndome como General en Jefe del ejército que V. E. me había confiado, y estaba antes a sus órdenes. Este paso, que parecía de buena fe, sólo tuvo por objeto aparentar un deseo sincero de obediencia a V. E., en tanto que se ejecutaban medidas para sublevar los pueblos contra mí, hostilizar y difamar al ejército de la Unión. El gobernador de Cartagena, de acuerdo con el general, o por mejor decir, influido por él, seguía la misma línea de conducta: en la apariencia perfectamente amigo, en la realidad fuertemente contrario; usando de un lenguaje equívoco, que mis enemigos conceptuaban como refinadamente político, sin ser más que un enlace de sofismas pueriles. De este modo, nuestras comunicaciones escritas y verbales no tuvieron otro fruto que la pérdida del tiempo, el consumo de los fondos, la deserción de los soldados, y la inútil muerte de los más bravos defensores de la república. Los comisionados, las cartas, los oficios, todo era capcioso. El objeto era eludir las respuestas categóricas para entretenerme y arruinarnos con un retardo tan destructivo como la más mortífera campaña. Tres misiones sucesivas envié a Cartagena: la primera con mi edecán Kent; la segunda con el ciudadano Fierro; y la tercera con mi secretario Revenga. De Cartagena recibí otros tres comisionados: el teniente coronel Tomás Montilla, el secretario García de Sena y el edecán Dávila. Mi anhelo era allanar todos los obstáculos. Los contrarios, lejos de procurar disminuirlos, los complicaban para aumentarlos. Mi empeño era inspirar confianza y amistad para obtener el cumplimiento de las órdenes de V. E. y armar el ejército; por la inversa, los de Cartagena se esmeraban para que estas miras se frustrasen, quedase yo sin ejército, el gobierno sin fuerzas, el enemigo impune, y Cartagena dominando. A V. E. consta que apenas supe en Honda que el general Castillo dirigía sus armas contra la plaza, cuando me tomé la libertad de suplicar a V. E. enviase dos comisionados para transigir las disensiones que se habían suscitado. Aun hice más: me atreví a indicar los que podían ser nombrados; preferí a los ciudadanos José María del Castillo y José Fernández Madrid; el primero hermano, el segundo primo, y todos dos amigos del general. Esta elección prueba victoriosamente la sinceridad de mi demanda y los deseos cordiales de un acomodo agradable, útil y honroso para Castillo. V. E. lo había llamado; él había mezclado las armas de su mando en elecciones populares; había sitiado la capital y abandonado la línea de su defensa; en fin, había cometido actos de una arbitrariedad [8] militar, dignos de la desaprobación pública y de un castigo ejemplar. V. E. condenó una conducta tan criminal. ¡Quizá algún día logrará reprenderla! Yo, sin embargo, pido dos árbitros que no podían serle adversos, y al mismo tiempo, desde Honda supliqué a V. E. nombrase otro general que no estuviese, como yo, comprometido por pasiones personales con el jefe del partido opuesto.
Luego que recibí respuesta de estas demandas, que vi que el nombramiento de comisionado había recaído en el señor canónigo Marimón y que no se accedía a mi solicitud en cuanto a mi separación, volví a instar para que se admitiese mi dimisión; y supliqué a V. E. que viniese el mismo poder ejecutivo a hacer respetar su autoridad, a cortar las discordias, y a observar y dirigir de cerca las operaciones del ejército; segunda prueba de la rectitud de mis intenciones y de la pureza con que amo la causa común. Como la contestación fue negativa, ya no tuve más esperanzas de ver realizar una transacción que tan imperiosamente reclamaba el honor del gobierno y la seguridad de la república.
Después de mil retardos, el comisionado Marimón llega por fin a Mompox; me lisonjea, me persuade que todo se terminaría [9] ventajosamente; se informa a fondo de mis planes, de las necesidades de las tropas, de las pérdidas que habíamos sufrido de la mitad de ellas por la demora en aquel mortífero clima, del peligro que corren de morir o desertarse todas si permanecen allí más tiempo, y parte para Cartagena revestido de amplias facultades. El resultado de su comisión fue, cual debía ser, según su carácter personal y la obstinación de los de Cartagena.
Mi último comisionado Revenga volvió, trayendo por respuesta la aceptación de una entrevista entre el general Castillo y yo en el lugar de Zambrano, distancia media para los dos ejércitos. Yo cumplí y el general Castillo faltó, pretextando que la presencia del comisionado Marimón hacía nulo todo lo que pudiésemos acordar entre ambos.
Ya [10] había hecho la mitad del camino; se me había burlado de nuevo. El contagio de las enfermedades y deserciones era prodigioso; las tropas se disminuían rápidamente; habíamos perdido más de mil hombres; los gastos del ejército se aumentaban con el aumento de hospitales; las hostilidades que se nos hacían, habían ofendido a los jefes y oficiales; nuestros enemigos domésticos se habían quitado la máscara, nos calumniaban con un encono mortal; las órdenes de V. E., aunque repetidas y terminantes, eran despreciadas e inútiles; el comisionado Marimón desatendido, fascinado y oprimido; el ejército iba a carecer de hombres y de fondos, porque éstos se habían consumido por la mayor parte; no teníamos armas ni municiones; no podíamos retrogradar hacia Santa Fe por falta de transportes y de bogas. Era imposible en este estado emprender nada contra Santa Marta. El proyecto de nuestra destrucción estaba evidentemente probado; permaneciendo en Mompox, nuestra ruina era inevitable. Así, el descontento era universal. V. E. no podía pretender que fuésemos víctimas pacientes de una cabala de facciosos; estábamos desesperados. Las nuevas órdenes que V. E. repitiese, habrían sido desobedecidas como las primeras. El partido de nuestros enemigos estaba resuelto a todo. El honor mismo de V. E. no me permitía sufrir este desacato; el deber, pues, nos llevó al Bajo Magdalena.
Cuando tomé este partido, ya había puesto en acción todos los resortes más activos y eficaces: había halagado con la amistad; había mostrado confianza y fuerza. Supliqué a cuantos influían en el pueblo y en el gobierno; no ahorré medio por doloroso que fuese; pero Cartagena estaba decidida a hollar todos los deberes, a preferir una guerra fratricida al honor de obedecer y servir al gobierno nacional; en una palabra, la ceguedad más tenaz, las pasiones más impetuosas, y el crimen más consumado extraviaron a Cartagena. Al llegar a Barrancas envié una cuarta diputación a la plaza para que explicase al comisionado, al gobernador y al general mi disposición pacífica, los males que padecíamos y cuantas circunstancias hacían indispensable una cordial y pronta transacción. La respuesta fue más negativa, más insultante que las anteriores.
Antes de marchar para Turbaco formé la resolución de emprender la campaña de Santa Marta con los solos 300 fusiles, las pocas municiones que traíamos y las que encontrásemos en la línea del Magdalena; mas los jefes a quienes consulté, me observaron que ésta sería una empresa desesperada, quijotesca. Que no hallaríamos lo suficiente para ella, pues se habían perdido las municiones y armas en la goleta de guerra la Mompoxina. Que muy pocas deberían haber quedado después de las órdenes que se habían dado, para transportar y destruir cuanto pudiese ser útil al ejército de la Unión, como se observaba en los puestos [11] que ya habíamos ocupado. A estas razones debíamos añadir otras más perentorias. Las ideas de V. E. eran dignas de un gobierno liberal. Deseaba que fuésemos a Venezuela dejando asegurada a Santa Marta. Nosotros no podíamos llenar las intenciones del gobierno, llevando lo que apenas alcanzaría para un combate. Cartagena se denegaba a todo y además intrigaba en nuestro ejército, para desalentarlo y convidarlo a la deserción; por consiguiente, teníamos que combatir a los enemigos externos sin los pertrechos y armas indispensables, y que repulsar las maquinaciones de los domésticos, sin esperar auxilio alguno de nuestros vecinos de Cartagena. Todo me anunciaba que mi expedición sobre Santa Marta sería tan desastrosa como la de Labatut [12].
Marchamos, pues, a Turbaco, cuatro leguas distante de Cartagena, con el único objeto de pedir, de sólo pedir, armas y municiones, en cumplimiento de las órdenes de V. E. Para dar este paso lo consulté detenidamente, y al fin me decidí por estas consideraciones. Aproximándonos, se removían todos los inconvenientes para vernos, tratarnos y entendernos mutuamente, lo que facilitaría un arreglo pacífico y quizá permanente; acortando la distancia, ahorrábamos el tiempo que debía emplearse en las comunicaciones escritas; y para las verbales, no tendrían mis contrarios respuestas evasivas que fuesen plausibles.
Una quinta misión fue a Cartagena; el mismo teniente coronel Tomás Montilla, hermano del comandante de la plaza, se encargó de ella. Su recepción correspondió al carácter de mis enemigos; no se respetó el derecho de gentes; le hicieron fuego; le insultaron; le tiraron estocadas y le trataron como a un proscripto, entregado al furor de un populacho desenfrenado. Su comisión [13] era, sin embargo, de paz: reclamar la obediencia al gobierno, y de no, ofrecer que yo me separaría del ejército y del país, fue en substancia el objeto de mi última misión. Jurar exterminarnos, tratarnos de bandidos, no responder al [sic, por "el"] gobernador, ofender cruelmente al negociador, y denegarse absolutamente a toda comunicación conmigo; véase aquí el ultimátum de Cartagena.
En esta situación, ¿qué debía yo hacer? No tenía a quién consultar. V. E. estaba muy distante. Mis instrucciones eran demasiado limitadas para obrar con acierto en un caso tan crítico y difícil. La consulta a V. E. habría llegado tarde; la respuesta, más tarde aún; y el remedio se habría aplicado cuando el mal fuese incurable. Yo tomé consejo de mi ejército; instruí a los jefes de nuestro estado; examinaron los documentos que calificaban nuestra justicia, nuestros sufrimientos y nuestras necesidades; ellos reprobaron la injusticia, las hostilidades y las negativas de Cartagena. Una junta de guerra decretó unánimemente que nos aproximásemos a la plaza, y el 27 de marzo tomamos posesión de la Popa, encontrando las aguas corrompidas.
Nosotros sufríamos tranquilamente todos los fuegos del castillo sin contestarlos, porque no siendo nuestro ánimo ofender, no habíamos llevado la artillería de sitio, que podíamos haber tomado en Mompox y el Bajo Magdalena. Por igual razón no me había apoderado de las sabanas hasta la batería del Zapote [14], como podía haberlo hecho con anticipación desde que llegué a Zambrano [15] así, las tropas que fueron a Tolú [16] partieron de Turbaco después que perdimos la esperanza de toda composición.
El día 30 [17] del mismo marzo hice una apertura de negociación, y entre otras cosas, dije al comisionado; "Si yo diese oídos a la voz del honor, me empeñaría en rendir esa plaza, o morir aquí; pero no atiendo sino a las intenciones del Gobierno General, que lo espera todo de la obediencia, y lo teme todo del empleo de la fuerza. No me obligue esa plaza a manchar nuestras armas con la sangre de sus hijos. No es justo que las últimas reliquias de Venezuela vengan a perecer en una guerra nefanda; pero tampoco es justo que vayan a marchitar tantos laureles en los campos enemigos, por complacer a los que prefieren sus resentimientos particulares a los intereses de sus conciudadanos. Sea V. E. un nuevo Colocolo; emplee su acento sagrado en persuadir la concordia. Asegúreseme siquiera la amistad y buena fe por parte de los jefes de Cartagena, y lo demás será transigido de un modo muy satisfactorio para todos. ¿Puedo yo ofrecer más? Si más pudiese ofrecer, más haría".
La respuesta del comisionado fue evasiva. Repetí mi demanda de una entrevista: no se admitió, y se me ordenó que me retirase a la línea del Magdalena. Después se siguieron algunos oficios de una parte y otra, explicando los motivos que teníamos, yo para solicitar un acomodo, ellos para eludirlo. Los peligros de la provincia se aumentaban por los ataques ton que el enemigo común amenazaba los puntos, que yo había reforzado con algunos destacamentos. En consecuencia, desde el 8 de abril escribí al comisionado: que el enemigo obtenía sucesos parciales, y que al fin se apoderaría de toda la provincia; convidaba a unir nuestras fuerzas para defender el país, porque, de no, sería asolado, las poblaciones saqueadas e incendiadas, sin que mi ejército pereciese, porque yo había tomado medidas previas, que lo ponían a cubierto de todo peligro. No tuve respuesta. Al otro día 9 hice una nueva protesta de hacer todos los sacrificios por la concordia, y que prefería desistir de una contienda tan escandalosa, a triunfar en ella. "¿Pero es justo, añadí, que yo solo sea dócil, que yo solo renuncie a mis demandas, y que nuestros contrarios permanezcan tenazmente adheridos a sus injustas negativas? ¿Cree V. E. que esto sea justo? [18] No lo es; sin embargo, yo cederé en todo; pero entendámonos, seamos amigos y unámonos; esta es mi única condición. Ningún temor fundado me inspira esta resolución. Todos mis pasos hasta el presente han sido felices en ésta que parece campaña. Sé que la constancia me haría vencer a todos mis enemigos; así un desprendimiento bien gratuito me determina a hacer esta oferta". ¿Lo creerá V. E.? ¡Quién se persuadirá que semejante comunicación se recibiese con frialdad, se evitase una respuesta categórica, y el 12 se publicase una proclama, cual no se ha dado jamás contra los asesinos más feroces! Todavía aumentará V. E. más [19] su admiración, cuando sepa que la causa inmediata de esta proclama fue haber yo propuesto el 11, al comisionado: "Deseo, primero, que cesen las hostilidades; segundo, que olvidemos todo lo pasado; tercero, que seamos amigos. V. E., como mediador, debe proponer los medios que hayamos de adoptar, para lograr este feliz término".
He ofrecido ceder; me parece que lo hago con más generosidad que la que era de esperarse. Esta generosidad no es forzada sino por los sentimientos de mi corazón, que no puede tolerar el aspecto de esta provincia desolada por una espantosa anarquía, efecto de la guerra civil que, si continúa, reducirá a soledad uno de los más fuertes estados de la Nueva Granada. Esta consideración me estremece, y concibo que es más útil dejar de tomar a Santa Marta, que forzar a Cartagena a auxiliar nuestra expedición. Así, pues, yo no exijo nada para ella; exijo, sí, que no se nos hostilice en el tránsito en nuestra retirada, ni en la permanencia que elijamos para estación del ejército. He dicho en substancia lo que deseo; mejor lo expresaría en una conferencia verbal, que también se ha negado obstinadamente, y aún con más obstinación que los auxilios. Todo se me niega, ¿y en todo he de ceder yo? Voy a hacerlo así, y aún haré mucho más, cuando estemos de buena inteligencia. Yo no temo a esa plaza; menos aún a las guerrillas; todavía menos a los de Santa Marta. La primera no puede forzar mis puestos; las segundas han sido batidas en San Estanislao y las Sabanas; y los últimos están a la defensiva, porque yo he tomado medidas que no les permiten obrar activamente. Yo temo, sin embargo, temo más que la muerte, ser causa de la guerra civil. Jamás pensé que en esa ciudad se prefiriese la guerra al deber de cumplir las órdenes del gobierno, y la generosidad de auxiliar a sus hermanos errantes, que buscan armas para libertar a los que gimen esclavos [20]. Dios es testigo de la pureza de mis intenciones; la posteridad será bastante recta para hacerme justicia; y el Gobierno General bastante justo, para decidir imparcial, si mis operaciones han tenido otro objeto que el aumento del ejército, la libertad de la Nueva Granada y la obediencia al gobierno. Yo espero tranquilo el juicio que el gobierno y el mundo formen de mi conducta; y si pido tregua, olvido y amistad, no es para mí, es para mis compañeros de armas que reclamo estos bienes" [21].
La contestación parecería supuesta, si no la hubiese publicado Cartagena. Que me retirase con las tropas a Ocaña; que siguiese sin desviarme a la derecha ni a la izquierda; que no permaneciese en Mompox ocho días. Se me indica el itinerario que debía seguir. Se me prescriben los fusiles y las municiones que había de llevar. Que separase las tropas venezolanas, que les eran odiosas, de las granadinas, para que me llevase las primeras, y dejase las segundas a las órdenes del teniente coronel Vélez, a quien se prevenía me hiciese obedecer las órdenes del comisionado. Esta respuesta no se me dio hasta el 16. Con la misma fecha se me dice que se mandaban cesar los fueeos; no obstante, bajo las banderas blancas, los morteros y los cañones no discontinuaban de tirar. Tan horrible violación, ¿podrá concebirse?
Volví a convidar para una entrevista el 18, y en el mismo día se me señaló el pie del castillo enemigo, para que concurriese a él a tratar con el señor Comisionado. Se ha dicho que se tenía todo preparado para hacerme una traición. El curso de la conducta de Cartagena en estas circunstancias persuadirá fácilmente esta aserción. Yo, sospechando que semejante suceso podría tener lugar, indiqué un punto central, y observé que contra el derecho de gentes se me dirigían los fuegos enemigos; que amaba, pero que no necesitaba de la paz; que si el armisticio no se guardaba religiosamente, no bajaría a la entrevista. Más repetidos fueron entonces los fuegos, y el 22 me envía el señor Marimón un informe de Castillo, en que estampaba que sólo mi crasa ignorancia entendería por armisticio una suspensión de hostilidades.
Entonces se supo en Cartagena, y se me comunicó de oficio, la llegada de la expedición del general Morillo a Venezuela; y en consecuencia de esta importante ocurrencia, se me dijo expresamente por Marimón que era indispensable mi separación de la provincia, para atender a la defensa de la causa. El 25 se convidó para una sesión entre mi secretario y el señor Comisionado, la que tuvo por resultado otra conmigo aquella tarde, en la que con la mayor franqueza mostré mi único conato de restablecer la armonía a cualquier precio; expuse la imposibilidad que había para retrogradar a Ocaña, a causa de que carecíamos de buques y de bogas para ello. El comisionado manifestó la candidez de su carácter; me descubrió que su autoridad era nula en Cartagena; y ofreció hacer todos sus esfuerzos por una cordial conciliación entre los jefes de la plaza y yo. El objeto real de esta sesión fue inspirarme confianza v sorprenderme con un ataque inesperado al otro día 26. El general Castillo, el comandante de la plaza, Mariano Montilla, todos los soldados, paisanos y hombres hábiles para las armas, hicieron en aquel día una salida la más vergonzosa, cuya descripción no me atrevo a intentar, porque ella será el oprobio de las armas americanas.
A esta ingrata correspondencia de mi anhelo por la paz sucedió un profundo silencio hasta el 28, en que fui instruido de la ocupación de Barranquilla por el enemigo común. Se me invitó para una entrevista con el señor Marimón, la cual se efectuó interviniendo en ella el ex gobernador Gual, quien presentó un proyecto de atacar yo a Santa Marta por mar y el ejército de Cartagena por tierra, que se discutió y sancionó con la previa aprobación del gobierno de Cartagena. Al otro día vino el comandante de la plaza, Montilla, a tratar conmigo sobre todos los puntos relativos a la ejecución del proyecto.
Mi secretario tuvo diferentes conferencias con el comisionado y el general Castillo, y por fin este general se prestó a una reconciliación conmigo, de la cual se siguió un convenio ostensible de paz y amistad. Mil pequeños incidentes indicaban distintamente que no había buena fe de parte de Cartagena. Sin embargo, esperábamos que el inminente [22] peligro y el interés aconsejarían la unión; pero un infundado temor, una inmerecida rivalidad y una inconsulta ambición prevalecieron sobre todas las consideraciones de honor, justicia y bienestar. El general Castillo me declaró en términos expresos, que el ejército de mi mando no marcharía a Santa Marta por mar, y que yo debía efectuar esta expedición por el Valle Dupar, lo que no era practicable; que en caso de retirada no tendría dónde volver, porque yo sería siempre hostilizado, y jamás se me auxiliaría con nada. Así terminó la última sesión tenida al pie de la Popa, relativa al plan de operaciones que debíamos adoptar.
Yo me resolví a hacer el último esfuerzo por salvar el país de la anarquía, y al ejército de todas las privaciones que padecía por el efecto de las pasiones que se habían excitado en Cartagena contra mí. Me propuse, pues, separarme de mis compañeros de armas y de la Nueva Granada. Convoqué una junta de guerra; le pinté fielmente nuestra situación, y la convencí de la necesidad en que estaba yo de privarme (por la salud del ejército) del honor de volver segunda vez a libertar a mi patria. La junta consternada accedió, poniendo por condición que a ella y al resto de los oficiales les sería también permitido resignar sus empleos y ausentarse del país. Con este objeto se celebró el día 7 una acta, que dirigí al señor Comisionado del Gobierno General, diciéndole [23]
Mi constante amor a la libertad de la América me ha hecho hacer diferentes sacrificios, ya en la paz, ya en la guerra. El suceso, que es el asunto de esta comunicación, no es un sacrificio, es para mi corazón un triunfo. El que lo abandona todo por ser útil a su país, no pierde nada, y gana cuanto le consagra. V.E. conoce cuál es nuestra situación, y no puede menos que aplaudir mi retirada del ejército y de la Nueva Granada. Suplico a V.E. se sirva examinar la adjunta acta que tengo el honor de dirigirle. Por ella se instruirá V.E. de mi determinación, y de la opinión de los jefes del ejército, que desean, como yo, no ser más tiempo causa de guerra civil. Así, pues, piden se les permita a los que lo desean, separarse del ejército y salir del país; y yo suplico a V.E. no se les niegue esta demanda.
En consecuencia recibimos yo, casi todos los jefes y gran parte de los oficiales, permiso para retirarnos. Todos habrían seguido mi ejemplo, si las circunstancias les hubiesen permitido abandonar un suelo regado con sangre amiga y en que la guerra civil tiene fijada su mansión. Yo salgo por fin de Cartagena el 9 de mayo, y me despido del ejército en estos términos:
"Soldados: el Gobierno General de la Nueva Granada me puso a vuestra cabeza, para despedazar las cadenas de nuestros hermanos esclavos en las provincias de Santa Marta, Maracaibo, Coro y Caracas. Venezolanos: vosotros debíais volver a vuestro país; granadinos: vosotros debíais restituiros al vuestro, coronados de laureles. Pero aquella dicha y este honor se trocaron en infortunio. Ningún tirano ha sido destruido por vuestras armas; ellas se han manchado con la sangre de sus hermanos en dos contiendas, iguales en el pesar que nos han causado. En Cundinamarca combatimos por unirnos; aquí, por auxiliarnos. En ambas partes la gloria nos ha concedido sus favores; en ambas hemos sido generosos. Allí perdonamos a los vencidos y los igualamos a nosotros; acá, nos ligamos con nuestros contrarios, para marchar juntos a libertarles sus hogares. La fortuna de la campaña estaba aún incierta; vosotros vais a terminarla en los campos enemigos, disputándoos el triunfo contra los tiranos. ¡Dichosos vosotros que vais a emplear vuestros días por la libertad de la patria! ¡Infeliz de mí que no puedo acompañaros, y voy a morir lejos de Venezuela en climas remotos, porque quedéis en paz con vuestros compatriotas! Granadinos, venezolanos, que habéis sido mis compañeros en tantas vicisitudes y combates, de vosotros me aparto para ir a vivir en la inacción, y a no morir por la patria. Juzgad mi dolor, y decid si hago un sacrificio de mi corazón, de mi fortuna y de mi gloria, renunciando el honor de guiaros a la victoria. La salvación del ejército me ha impuesto esta ley; no he vacilado; vuestra existencia y la mía eran aquí incompatibles; preferí la vuestra. Vuestra salud es la mía, la de mis hermanos, la de mis amigos, la de todos, en fin, porque de vosotros depende la república" [24]
Estos son los sucesos, ésta es la verdad, Excmo. señor. Los documentos que la comprueban existen en las secretarías de V.E., o han sido interceptados por nuestros enemigos internos. Conservo los originales para publicarlos y satisfacer a mis conciudadanos, que tienen un derecho incontestable de juzgar mi conducta, y serán bastante imparciales para no condenarme. Si lo hicieren, me someteré con resignación a su juicio, pero yo no lo temo. Estoy tranquilo en mi conciencia; conceptúo que he llenado mi deber; que he procurado el bien; que he huido de la guerra doméstica; que apenas me he defendido; y que he sacrificado todo por la paz. No para oprimir a la república, sino para combatir a los tiranos, para impedir la devastación que amenaza a la Nueva Granada y para restablecer a Venezuela, he solicitado las armas. Este ha sido mi constante proyecto, como es la aprobación de V.E. toda mi esperanza, y la libertad de mis conciudadanos mi única ambición.
Dios guarde a V. E. muchos años.
Excmo. señor.
SIMÓN BOLÍVAR.
* De un impreso moderno. Tomás Cipriano de Mosquera, en “Memorias sobre la vida del General Simón Bolívar”, New York, Imprenta de S. W. Benedict, 1853, pp. 68-81 (Doc. N° 19, Apéndice), transcribe el documento. Blanco-Azpurúa, “Documentos para la historia de la vida pública del Libertador”, Vol. V, pp. 297-303 inserta también el texto de esta comunicación, sin indicar la fuente de donde ha sido tomada. Se ha cotejado el texto con la copia de letra de Pérez y Soto conservada en el Archivo del Libertador, Vol. 175, fols. 78-83. Se ha tenido en cuenta además la reproducción en la obra “Documentos para la historia de la Provincia de Cartagena de Indias, hoy Estado Soberano de Bolívar en la Unión Colombiana”, Bogotá 1883. Vol. II, págs. 70-79, compilación de Manuel Ezequiel Corrales. Se ha tomado como base, en general, la redacción dada por Mosquera, salvo en algunos casos en que se hace constar lo contrario. Las diferencias observadas en las otras fuentes parecen debidas a erratas de transcripción.
Tal como se ha dicho en la nota principal del Doc. N° 1296, se observará que esta comunicación está basada en gran parte en el borrador allí publicado, que constituye un primer intento de redacción de un Manifiesto.
Según la referencia que proporciona la carta del Libertador dirigida a Maxwell Hyslop el 8 de noviembre de 1815 (véase Doc. N° 1307 en este mismo volumen), puede afirmarse que este documento fue publicado en Kingston, impreso en algún taller que no se identifica en la referida carta de Bolívar. Entiende la Comisión Editora que no cabe duda alguna respecto al hecho, pues así se desprende de la afirmación del Libertador: "Nuestro amigo el General Robertson me aseguró de parte de Ud. que su generosidad me ofrecía franquearme el dinero que costase la impresión de mi oficio al Gobierno de la Nueva Granada. El impresor me exigió cien pesos por su trabajo los cuales he pagado con las seis onzas que Ud. me hizo el favor de prestarme. Estas seis onzas las tenía destinadas para pagar la mesada, que no puedo satisfacer si Ud. no tiene la bondad de reemplazármelas". De tal aseveración ha de concluirse que la obra de imprenta fue realizada y que habrá visto la luz pública en Kingston. Del contexto de las palabras del Libertador se deduce que fue publicación individualizada, probablemente en folleto, y no inserto en publicación periódica como son las cartas dirigidas al editor de “The Roy al Gazette” (véanse Docs. Nos. 1300 y 1303 en este volumen). Por otra parte la aseveración del Libertador respecto a la participación de Robertson en la publicación de este documento, datado el de julio de 1815, constituye un firme testimonio de la cooperación de Robertson en las actividades de Bolívar desde los comienzos de su estancia en Jamaica. Es perfectamente verosímil el suponer que la edición del oficio dirigido al Presidente de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, haya sido hecha en versión inglesa muy probablemente con intervención del General Robertson. Investigaciones llevadas a cabo para localizar un ejemplar de este impreso han resultado hasta ahora infructuosas.