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DOCUMENTO 415. CONTESTACIÓN DE BOLÍVAR AL GOBERNADOR DE CURAZAO, J. HODGSON, FECHADA EN VALENCIA, EL 2 DE OCTUBRE DE 1813.*

Cuartel General de Valencia, 2 de octubre de 1813; 3° y 1°

Excmo. señor Gobernador y Capitán General de la isla de Curazao y sus dependencias.

Excmo,señor:

Tengo el honor de contestar a la carta de V. E. de 4 de setiembre último, que he recibido el día de ayer, retardada sin duda por causas que ignoro, en el tránsito de esa isla al puerto de La Guaira.

La atención que debo prestar a un jefe de la nación británica, y la gloria de la causa americana, me imponen la obligación sa­grada de manifestar a V.E. las causas dolorosas de la conducta que a mi pesar observo con los españoles que en este año pasado han envuelto a Venezuela en ruinas, cometiendo crímenes que deberían condenarse a un eterno olvido, si la necesidad de justificar a los ojos del mundo la guerra a muerte que hemos adoptado, no nos obligara a sacarlos de los cadalsos y las horrendas mazmorras que los cubren, para representarlos a V.E.

Un continente, separado de la España por mares inmensos, más poblado y más rico que ella, sometido tres siglos a una de­pendencia degradante y tiránica, al saber el año de 1810 la diso­lución de los gobiernos de España por la ocupación de los ejércitos franceses, se pone en movimiento para preservarse de igual suerte y escapar a la anarquía y confusión que le amenaza. Venezuela, la primera, constituye una junta conservadora de los derechos de Fernando VII, hasta ver el resultado decisivo de la guerra; ofrece a los españoles que pretendan emigrar un asilo fraternal; inviste de la Magistratura Suprema a muchos, de ellos, y conserva en sus empleos a cuantos estaban colocados en los de más influjo e im­portancia. Pruebas evidentes de las miras de unión que animaban a los venezolanos: miras dolosamente correspondidas por los es­pañoles, que todos por lo general abusaron con negra perfidia de la confianza y generosidad de los pueblos.

En efecto, Venezuela adoptó aquella medida, impelida de la irresistible necesidad. En circunstancias menos críticas, provincias de España, no tan importantes como ella, habían erigido juntas gubernativas para salvarse del desorden y de los tumultos. ¿Y Ve­nezuela no debería ponerse igualmente a cubierto de tantas cala­midades y asegurar su existencia contra las rápidas vicisitudes de la Europa? ¿No hacía un mal a los españoles de la Península, quedando expuesta a los trastornos que debía introducir la falta del gobierno reconocido, y no deberían agradecer nuestros sacrifi­cios para proporcionarles un asilo imperturbable-’ ¿Hubiera espe­rado nadie que un bloqueo riguroso y hostilidades crueles debían ser la correspondencia a tanta generosidad?

Persuadida Venezuela de que la España había sido completa­mente subyugada, como se creyó en las demás partes de la Amé­rica, dio aquel paso, que mucho antes pudo igualmente haber dado, autorizada con el ejemplo de las provincias de España, a quienes estaba declarada igual en derechos y representación politica. Resultó luego la Regencia, que tumultuariamente se estableció en Cádiz, único punto donde no penetraron las águilas francesas; y desde allí fulminó sus decretos destructores contra unos pueblos libres, que sin obligación habían mantenido relaciones e integridad nacional con un pueblo de que naturalmente eran independientes.

Tal fue el generoso espíritu que animó la primera revolución de América, revolución sin sangre, sin odio, ni venganza. ¿No pudieron en Venezuela, en Buenos Aires, en la Nueva Granada, desplegar los justos resentimientos a tanto agravio y violencias, y destruir aquellos virreyes, gobernadores y regentes; todos aquellos mandatarios, verdugos de su propia especie, que complacidos con la destrucción de los americanos, hacían perecer en horribles maz­morras a los más ilustres y virtuosos; despojaban al hombre de probidad del fruto de sus sudores; y en general perseguían la in­dustria, las artes bienhechoras y cuanto podía aliviar los horrores de nuestra esclavitud?

Tres siglos gimió la América bajo esta tiranía, la más dura que ha afligido a la especie humana; tres siglos lloró las funestas riquezas, que tantos atractivos tenían para sus opresores; y cuando la Providencia justa le prestó la ocasión inopinada de romper las cadenas, lejos de pensar en la venganza de estos ultrajes, convida a sus propios enemigos, ofreciendo partir con ellos sus dones y su asilo.

Al ver ahora casi todas las regiones del Nuevo Mundo, empe­ñadas en una guerra cruel y ruinosa; al ver la discordia agitar con sus furores aun al habitante de las cabañas; la sedición encen­der el fuego devorador de la guerra, hasta en las apartadas y soli­tarias aldeas; y los campos americanos teñidos de la sangre hu­mana, se buscará la causa de un trastorno tan asombroso en este continente pacífico, cuyos hijos dóciles y benévolos habían sido siempre un ejemplo raro de dulzura y sumisión, que no ofrece la historia de ningún otro pueblo del mundo.

El español feroz, vomitado sobre las costas de Colombia, para convertir la porción más bella de la naturaleza en un vasto y odioso imperio de crueldad y rapiña; vea ahí V. E. el autor protervo de estas escenas trágicas que lamentamos. Señaló su entrada en el Nuevo Mundo con la muerte y desolación; hizo des­aparecer de la tierra su casta primitiva; y cuando su saña rabiosa no halló más seres que destruir, la volvió contra los propios hijos que tenía en el suelo que había usurpado.

Véale V. E. incitado de su sed de sangre, despreciar lo más santo, y hollar sacrílegamente aquellos pactos que el mundo vene­ra, y que han recibido un sello inviolable de la práctica de todas las edades y de todos los pueblos. Una capitulación entregó en el año pasado a los españoles todo el territorio independiente de Venezuela; una sumisión absoluta y tranquila por parte de los habitantes les convenció de la pacificación de los pueblos, y de la renuncia total que habían hecho a las pasadas pretensiones polí­ticas. Mas al mismo tiempo que Monteverde juraba a los vene­zolanos el cumplimiento religioso de las promesas ofrecidas, se vio con escándalo y espanto la infracción más bárbara e impía: los pueblos saqueados; los edificios incendiados; el bello sexo atro­pellado; las ciudades más grandes encerradas en masa, por decirlo así, en horribles cavernas, viendo realizado lo que hasta entonces parecía imposible, la encarcelación de un pueblo entero. En efecto, sólo aquellos seres tan oscuros que lograron sustraerse a la vista del tirano, consiguieron una libertad miserable, reduciéndose en chozas aisladas, a vivir entre las selvas y las bestias feroces.

¡Cuántos ancianos respetables, cuántos sacerdotes venerables, se vieron uncidos a cepos y otras infames prisiones, confundidos con hombres groseros y criminales, y expuestos al escarnio de la soldadesca brutal y de los hombres más viles de todas clases! ¡Cuántos expiraron agobiados bajo el peso de cadenas insoporta­bles, privados de la respiración o extenuados de la hambre y las miserias! Al tiempo que se publicaba la constitución española, como el escudo de la libertad civil, se arrastraban centenares de víctimas cargadas de grillos y de ligaduras crueles a subterráneos inmundos y mortíferos, sin establecer las causas de aquel proce­dimiento, sin saber aun el origen y opiniones políticas del des­graciado.

Vea ahí V. E. el cuadro no exagerado, pero inaudito de la tiranía española en la América; cuadro que excita a un tiempo la indignación contra los verdugos y la más justa y viva sensi­bilidad para las víctimas. Sin embargo, no se vio entonces a las almas sensibles interceder por la humanidad atormentada, ni reclamar el cumplimiento de un pacto que interesaba al universo.

V.E. interpone ahora su respetable mediación por los monstruos feroces, autores de tantas maldades. V.E. debe creerme; cuando las tropas de la Nueva Granada salieron a mis órdenes a vengar la naturaleza y la sociedad altamente ofendidas, ni las instrucciones de aquel benéfico gobierno, ni mis designios eran ejercer el derecho de represalias sobre los españoles, que bajo el título de insurgentes llevaban a todos los americanos dignos de este nombre, a suplicios infames, o a torturas mucho más infames y crueles aún. Mas viendo a estos tigres burlar nuestra noble clemencia, y asegurados de la impunidad, continuar aun vencidos la misma sanguinaria fiereza; entonces, por llenar la santa misión confiada a mi responsabilidad, por salvar la vida amenazada de mis compatriotas, hice esfuerzos sobre mi natural sensibilidad, para inmolar los sentimientos de una perniciosa clemencia a la salud de la patria.

Permítame V.E. recomendarle la lectura de la carta del feroz Zerveriz [1] , ídolo de los españoles en Venezuela, al general Monteverde, en la Gaceta de Caracas [2] , número 3; y descubrirá en ella V.E. los planes sanguinarios, cuya consumación combinaban los perversos. Instruido anticipadamente de su sacrílego intento, que una cruel experiencia confirmó luego al punto, resolví llevar a efecto la guerra a muerte, para quitar a los tiranos la ventaja in­comparable que les [3] prestaba su sistema destructor.

En efecto, al abrir la campaña el ejército libertador en la pro­vincia de Barinas, fue desgraciadamente aprehendido el coronel Antonio Nicolás Briceño [4] y otros oficiales de honor, que el bárbaro y cobarde Tízcar [5] hizo pasar por las armas, hasta el número de dieciséis. Iguales espectáculos se repetían al mismo tiempo en Calabozo, Espino, Cumaná y otras provincias, acompañados de tales circunstancias de inhumanidad en su ejecución, que creo indigno de V. E. y de este papel, hacer la representación de escenas tan abominables.

Puede V.E. ver un débil bosquejo de los actos feroces en que más se regalaba la crueldad española, en la Gaceta [6] número 4. El degüello general ejecutado rigorosamente en la pacífica villa de Aragua [7] por el más brutal de los mortales, el detestable Zuazola [8] es uno de aquellos delirios o frenesíes sanguinarios, que sólo una o dos veces han degradado a la humanidad.

Hombres y mujeres, ancianos y niños: desorejados, desollados vivos, y luego arrojados a lagos venenosos, o asesinados por medios dolorosos y lentos. La naturaleza atacada en su inocente origen, y el feto aún no nacido, destruido en el vientre de las madres a bayonetazos o golpes.

En San Juan de los Morros, pueblo sencillo y agricultor, habían ofrecido espectáculos igualmente agradables a los españoles el bárbaro Antoñanzas [9] y el sanguinario Boves [10] . Aún se ven en aquellos campos infelices los cadáveres suspensos en los árboles. El genio del crimen parece tener allí su imperio de muerte, y nadie puede acercarse a él, sin sentir los furores de una implacable venganza.

No ha sido Venezuela sola el teatro funesto de estas carnicerías horrorosas. La opulenta Méjico, Buenos Aires, el Perú y la des­venturada Quito, casi son comparables a unos vastos cementerios, donde el gobierno español amontona, los huesos que ha dividido su hacha homicida.

Puede V. E. hallar la basa en que hace consistir un español el honor de su nación, en la Gaceta [11] número 2. La carta de Fr. Vi­cente Marquetich afirma que la espada de Regules [12] , en el campo y en los suplicios, ha inmolado doce mil americanos en un solo año; y pone la gloria del marino Rosendo Porlier [13] , en su sistema universal de no dar cuartel ni a los santos, si se le presentan en traje de insurgentes.

Omito martirizar la sensibilidad de V. E. con prolongar la pintura de las agonías dolorosas que la barbarie española ha hecho sufrir a la humanidad por establecer un dominio injusto y vi­lipendioso sobre los dulces americanos. ¡Ojalá un velo impene­trable ocultara para siempre a la noticia de los hombres, los excesos de sus semejantes! ¡Ojalá una cruel necesidad no nos hiciera un deber inviolable el exterminar a tan alevosos asesinos!

Sírvase V. E. suponerse un momento colocado en nuestra si­tuación, y pronunciar sobre la conducta que debe usarse con nues­tros opresores. Decida V. E. si es siquiera posible afianzar la li­bertad de la América, mientras respiren tan pertinaces enemigos. Desengaños funestos instan cada día por ejecutar generalmente las más duras medidas; y puedo decir a V. E. que la humanidad misma las dicta con su dulce imperio. Puesto por mis más fuertes sentimientos en la necesidad de ser clemente con muchos españo­les, después de haberlos generosamente dejado entre nosotros en plena libertad, aún sin sacar todavía la cabeza bajo del cuchillo ven­gador, han conmovido los pueblos infelices, y quizás las atrocida­des ejecutadas nuevamente por ellos igualan a las más espantosas de todas. En los valles del Tuy y Tácata, y en los pueblos del Occi­dente, donde no parecía que la guerra civil llevara sus estragos de­soladores, han elevado ya los malvados monumentos lamentables de su rabiosa crueldad. Las delicadas mujeres, los niños tiernos, los trémulos ancianos se han encontrado desollados, sacados los ojos, arrancadas las entrañas; y llegaríamos a pensar que los ti­ranos de la América no son de la especie de los hombres.

En vano se imploraría en favor de los que existen detenidos en las prisiones un pasaporte para esa colonia, u otro punto igual­mente fuera de Venezuela. Con harto perjuicio de la paz pública hemos probado las fatales consecuencias de esta medida; pues puede asegurarse que casi todos los que le han obtenido, sin res­peto a los juramentos con que se habían ligado, han vuelto a des­embarcar en los puntos enemigos, para alistarse en las partidas de asesinos que molestan las poblaciones indefensas. Desde las mismas prisiones traman proyectos subversivos, más funestos sin duda para ellos que para el gobierno, obligado a emplear sus esfuerzos, más en reprimir la furia de los celosos patriotas contra los sediciosos que amenazan su vida, que en desconcertar las negras maquinaciones de aquéllos.

V. E. pronunciará, pues: o los americanos deben dejarse exter­minar pacientemente, o deben destruir una raza inicua, que mien­tras respira, trabaja sin cesar por nuestro aniquilamiento.

V. E. no se ha engañado en suponerme sentimientos compa­sivos; los mismos caracterizan a todos mis compatriotas. Podría­mos ser indulgentes con los cafres del África; pero los tiranos es­pañoles, contra los más poderosos sentimientos del corazón, nos fuerzan a las represalias. La justicia americana sabrá siempre, sin embargo, distinguir al inocente del culpable; y V. E. puede con­tar que éstos serán tratados con la humanidad que es debida, aun a la nación española.

Tengo el honor de ser de V. E. con la más alta consideración y respeto, atento y adicto servidor,

SIMÓN BOLÍVAR.

* De un impreso de época coetánea. En folleto de 12 páginas, editado indudablemente por orden del Libertador, se publicó en Valencia, por Juan Baillío como impresor del Gobierno, el texto de la carta de 4 de setiembre de 1813, dirigida a Bolívar por el Gobernador de Curazao, J. Hodgson, por la que intercede en favor de los prisioneros de guerra; y dos respuestas de Bolívar fechadas en el Cuartel General de Valencia el 2 de octubre de 1813 y el 9 del mismo mes. (Véase doc. N° 435). El destinatario, el Coronel británico John Hodgson (1757-1846), más tarde General, era en esa época Gobernador de Curazao.

Notas

[1] Francisco Javier Zervériz o Cerveris, jefe español.

[2] Se refiere a la serie publicada por los republicanos, datada en Caracas d 9 de septiembre de 1813. La carta de Zervériz citada es del 18 de junio de 1813 y aparece fechada en Río Caribo (sic, por Caribe).

[3] En el impreso dice: "le". Lecuna, al publicar el documento, escribe "les", como exige el sentido.

[4] Véase la nota principal del doc. N° 34, en la correspondencia personal de esta Colección.

[5] Véase la nota 12 del doc. N° 235, en la correspondencia oficial.

[6] De fecha 16 de septiembre de 1813, en Caracas.

[7] Se trata de Aragua de Maturín, población del Oriente de Venezuela.

[8] Véase la nota 1 del doc. N° 328.

[9] Eusebio Antoñanzas. Véase la nota 3 del doc. N° 382.

[10] José Tomás Boves. Véase la nota 4 del doc. N° 382

[11] Caracas, 2 de septiembre de 1813. La carta de fray Vicente Marquetich está fechada en Acapulco el 30 de enero de 1813.

[12] Teniente Coronel de las fuerzas realistas en México, muerto en Oaxaca a fines de 1812.

[13] jefe realista, de actuación en México.

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