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DOCUMENTO 1302. EL LIBERTADOR ESCRIBE EN KINGSTON, EL 6 DE SEPTIEMBRE DE 1815, LA PROFETICA CARTA DE JAMAICA DIRIGIDA A HENRY CULLEN SOBRE LA EMANCIPACIÓN AMERICANA.

LA "CARTA DE JAMAICA"

CONTESTACIÓN DE UN AMERICANO MERIDIONAL A UN CABALLERO DE ESTA ISLA.

Muy Señor Mío:

Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que V. me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satis­facción.

Sensible, como debo, al interés que V. ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el com­prometimiento en que me ponen las solícitas demandas que V. me hace, sobre los objetos más importantes de la política ameri­cana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corres­ponder a la confianza con que V. me favorece, y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.

En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que V. me ha honrado. El mismo barón de Humboldt [1], con su univer­salidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas, y por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.

Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de V., no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará V. las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.

Tres siglos ha, dice V., que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón. Bar­baridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, por­que parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos docu­mentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obis­po de Chiapa [2], el apóstol de la América, Las Casas [3] ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las suma­rias que siguieron en Sevilla [4] a los conquistadores, con el testi­monio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí; como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horro­rosos de un frenesí sanguinario.

¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de V. en que me dice "!qué espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales"! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hom­bres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se es­trechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espí­ritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obs­tante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o por mejor decir este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el desho­nor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrasta. El velo se ha rasgado; ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con des­pecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la vic­toria.

Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debe­mos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los indepen­dientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿no está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.

El Belicoso Estado de las Provincias del Río de la Plata [5] ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú [6] conmoviendo a Arequipa [7], e inquietado a los realistas de Lima [8]cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su li­bertad.

El Reino de Chile [9], poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, por­que los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indó­mitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejem­plo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia, por fin lo logra.

El Virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey; y bien que sean varias las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indu­bitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.

La Nueva Granada, que es, por decirlo así, el corazón de la Amé­rica, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser fuer­temente adicto a la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo [10], que es verosímil sucumba delante de la inex­pugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeres y bravos moradores del interior.

En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus aconteci­mientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad es­pantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuan­tos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia: algunas mujeres, niños y ancia­nos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven combaten con furor en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primi­tiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela; y sin exageración se puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra [11], la espada, el hambre, la peste, las pere­grinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.

En Nueva España [12] había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000 almas con inclusión de Guatemala [13] Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han pere­cido, como lo podrá V. ver en la exposición de Mr. Walton [14] que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal [15]: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.

Las islas de Puerto Rico [16] y Cuba [17], que entre ambas pueden formar una población de 700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del con­tacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insu­lares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?

Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de lon­gitud y 900 de latitud en su mayor extensión en que 16.000.000 americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española, que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio, y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo in­sensible? Estas cuestiones, cuanto más las medito, más me con­funden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible porque toda la Europa no es España. ¡Qué de­mencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoros, y casi sin soldados! Pues los que tiene ape­nas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales ameri­canos unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no vol­verían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos de­signios que ahora se están combatiendo?

La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obs­tinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su aten­ción en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio pre­cario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y po­derosos. La Europa misma, por miras de sana política debería ha­ber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia ameri­cana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse estableci­mientos ultramarinos de comercio. La Europa, que no se halla agí-tada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.

Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adqui­riésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos he­misferios. Sin embargo ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del Norte [18], se han man­tenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos; por­que ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón?

"La felonía con que Bonaparte [19], dice V., prendió a Carlos IV [20] y a Fernando VII [21] reyes de esta nación, que tres siglos ha, apri­sionó con traición a dos monarcas de la América Meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los ameri­canos, y les concederá su independencia".

Parece que V. quiere aludir al monarca de México Moteuczoma [22] , preso por Cortés [23] y muerto, según Herrera [24] por el mismo, aun­que Solís [25] dice que por el pueblo; y a Atahualpa [26], Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro [27] y Diego Almagro [28] Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes ame­ricanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Quauhtemotzin [29] sucesor de Moteuczoma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio an­tes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin [30] el Zipa de Bogotá [31], y cuantos Toquis, Incas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades in­dianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó [32], entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano, y en consecuencia llama al usurpador como Fer­nando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.

"Después de algunos meses, añade V., he hecho muchas refle­xiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas fu­turas; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativo a su estado actual y a lo que ellos aspiran: deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía? Toda noticia de esta especie que V. pueda darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular".

Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pue­blo que se esmera por recobrar los derechos con que el Criador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensa­ción; V. ha pensado en mi país, y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labrado­res, pastores, nómades, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de seme­jantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes, alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las di­ficultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a redu­cirse a la mitad del verdadero censo.

Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo preveer, cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, esta será pequeña, aquella grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación.

Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el imperio romano, cada desmembración formó un sis­tema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias, o corporaciones; con esta notable diferencia que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos ves­tigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos pro­pietarios del país, y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mante­nernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado.

No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas con­jeturas que desde luego caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.

La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Noso­tros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame V. estas consideraciones para elevar la cues­tión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego, un pueblo es esclavo cuando el go­bierno, por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o subdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la América no solamente estaba privada de su libertad, sino tam­bién de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las admi­nistraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del Gran Sultán, Kan, Dey [33] y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y esta es casi ar­bitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalterno de la Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los subditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Hispahan [34] son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan [35] que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.

¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una con­ducta que, además de privarnos de los derechos que nos corres­pondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera ma­nejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración in­terior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su me­canismo. Gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal, que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí porque he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.

Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de sim­ples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones cho­cantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedi­mento de las fábricas que la misma península no posee, los privi­legios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin ¿quiere V. saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la gra­na, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados; los desiertos para cazar las bestias feroces; las entrañas de la tierra para excavar el oro, que no puede saciar a esa nación avarienta.

Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo ¿no es un ultraje y una violación de los dere­chos de la humanidad?

Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del go­bierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni go­bernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obis­pos, pocas veces; diplomáticos, nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones.

El emperador Carlos V [36]formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra [37], es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solem­nemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohi­biéndoseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, co­mo que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los con­quistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, ecle­siásticos y de rentas.

Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aque­llos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.

De cuanto he referido, será fácil colegir que la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbita­mente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona [38] y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho al­guno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su deses­perada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el Sr. Blanco [39]; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.

Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subal­ternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad.

Cuando las águilas francesas [40] sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes ha­bíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero [41] Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía con esperan­zas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno.

Luego se extendió a la seguridad exterior; se esta­blecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de de­poner encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nues­tra situación. Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguidas reglamentos para la convocación de congresos que pro­dujeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno de­mocrático y federal, declarando previamente los derechos del hom­bre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; final­mente, se constituyó un gobierno independiente.

La Nueva Gra­nada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás exis­tió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Se­gún entiendo, Buenos Aires [42] y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los do­cumentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me ani­maré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.

Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados, para que se puedan seguir en el curso de su revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instruc­tivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en setiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro [43] instalado allí una Junta Nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las fun­ciones gubernativas.

Por los acontecimientos de la guerra, esta Jun­ta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya con­servado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos [44] otros hablan del célebre general Rayón [45]; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una Constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec [46] presentó un plan de paz y guerra al virrey de Mé­xico [47] concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud in­contestable. Propuso la Junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quintasen para sacri­ficarlas, y concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían rigorosamente las represalias [48]. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la Junta Nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la pla­za de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se con­servó la apariencia de sumisión al rey y aún a la Constitución de la monarquía. Parece que la Junta Nacional es absoluta en el ejer­cicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.

Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espí­ritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas, y elec­ciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facul­tades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte [49], los sistemas entera­mente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que ven­gan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades pare­cen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.

Es más difícil, dice Montesquieu [50], sacar un pueblo de la servi­dumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas re­cobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridiona­les de este continente han manifestado el conato de conseguir ins­tituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del ins­tinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible, la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la li­bertad, y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de man­tener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Icaro [51], se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es incon­cebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza.

Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposi­ble. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nues­tra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su po­der intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el Istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente; ¿no continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pú­blica, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres.

El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los me­tropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de coma parar a éstos con los odio­sos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso diforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.

Mr. de Pradt [52] ha dividido sabiamente a la América en 15 a 17 Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos mo­narcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de 17 naciones; en cuanto a lo segundo, aun­que es más fácil conseguirlo, es menos útil; y así, no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detri­mento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas, o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus depen­dencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repú­blicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones dife­rentes.

Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos como a sus propios vasallos, que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos, ansiosos de paz, ciencias, artes, comer­cio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me pa­rece que estos deseos se conforman con las miras de la Europa. No convengo en el sistema federal entre los populares y repre­sentativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lo­grar entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o en tiranías monocratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arries­gar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América; no la mejor, sino la que le sea más asequible.

Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y ca­rácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio esta­blecer una república representativa, en la cual tenga grandes atri­buciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o vio­lenta administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá pro­bablemente una monarquía, que al principio será limitada y cons­titucional y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden polí­tico que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey y de sostener el espí­ritu de libertad bajo un cetro y una corona.

Los Estados del Istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos gran­des mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra, como prentendió Cons­tantino [53] que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio!

La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a conve­nirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo [54] o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahíahonda [55]. Esta posición, aun­que desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil, y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una grande abun­dancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Goajira [56]] Esta nación se llamaría Colombia [57] como un tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemis­ferio [58] Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república; una cá­mara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades polí­ticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución parti­ciparía de todas formas, y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un go­bierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y en­tonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.

Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apa­riencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesa­riamente en una oligarquía o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería do­loroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habitantes son acree­dores a la más espléndida gloria.

El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situa­ción, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco [59] a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia lle­garán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.

El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrom­pe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto y por la coope­ración que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe reco­brar su independencia.

De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan in­felices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones; que una gran monarquía no será fácil con­solidar; una gran república imposible.

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costum­bres y una religión, debería por consiguiente tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto [60] para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la for­tuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lu­gar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra espe­ranza es infundada, semejante a la del abate St. Fierre [61] que con­cibió el laudable delirio de reunir un congreso europeo para de­cidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.

"Mutaciones importantes y felices, continúa, pueden ser frecuen­temente producidas por efectos individuales. Los americanos meri­dionales tienen una tradición que dice que cuando Quetralcohuatl [62], el Hermes [63] o Buhda [64] de la América del Sur, resignó su admi­nistración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno y renovaría su felicidad. Esta tradición, ¿no opera y ex­cita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿concibe V. cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetralcahualt, el Buhda del bosque, o Mercurio [65], del cual han hablado tanto las otras na­ciones? ¿No cree V. que esto inclinaría todas las partes? ¿no es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de ex­pulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrom­pida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio pode­roso, con un gobierno libre, y leyes benévolas?"

Pienso como V. que causas individuales pueden producir resul­tados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac [66], Quetralcohualt, el que es ca­paz de operar los prodigiosos beneficios que V. propone. Este per­sonaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no ventajosa­mente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean Dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás [67] otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán [68] Chilan-Cambal [69] En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores pro­fanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetralcohuatl. El hecho es, según dice Acosta [70] que él estableció una religión, cuyos ritos, dogmas y mis­terios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Que­tralcohuatl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anahuac, del cual era lugarteniente el gran Motekzoma, derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetralcohuatl, aunque pareciese bajo las for­mas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.

Felizmente, los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe [71] por reina de los patriotas, invo­cándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.

Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resul­tados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros la masa ha seguido a la inteligencia.

Yo diré a V. lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, cierta­mente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las na­ciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por la España que posee más ele­mentos para la guerra, que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir.

Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres va­cilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan, y los ene-migos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria: entonces seguiremos la mar­cha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América Meridional; entonces las ciencias y las artes que na­cieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.

Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a V. para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a expo­nerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a V. en la materia.

Soy de Ud. &.&.&.

Kingston, [72] setiembre 6 de 1815.

Notas

[1] Se refiere al sabio prusiano, Barón Alejandro de Humboldt (Berlín 1769, Berlín 1859).

[2] Sic, por "Chiapas". Actual Estado del Sur de México, limítrofe con la República de Guatemala.

[3] Bartolomé de Las Casas, citado en un documento anterior.

[4] La ciudad de Sevilla, en Andalucía (España).

[5] Río de la Plata: No se refiere aquí a la vía fluvial de ese nombre,sino a las entonces denominadas Provincias Unidas del Río de la Plata,hoy República Argentina.

[6] Alto Perú: Se denominaba entonces así a la región que más tarde se constituyó en nación independiente con el nombre de "República Bo­lívar" o, como se la conoce hoy, Bolivia.

[7] Arequipa. Ciudad del Perú, a unos 750 Kms. al Sureste de Lima,a vuelo de pájaro.

[8] Lima, entonces capital del Virreinato del Perú.

[9] El Reino o Capitanía General de Chile, hoy República de Chile.

[10] Pablo Morillo, antes citado.

[11] Alude aquí al terremoto de 1812.

[12] Se refiere al Virreinato de la Nueva España, hoy República Me­xicana.

[13] Se refiere aquí Bolívar, no a la actual República de Guatemala, sino a la antigua Capitanía General de ese nombre que abarcaba práctica­mente toda la América Central.

[14] El publicista y periodista británico William Walton, autor de nu­merosos escritos sobre la política interior de España y sobre sus posesiones de América en lucha por la independencia. Colaboró desde 1810, en Lon­dres, con Andrés Bello y Luis López Méndez, y más tarde sostuvo corres­pondencia con Bolívar, pero finalmente se distanció de los patriotas his­panoamericanos. Vivía aún en 1837, cuando apareció en Londres su obra The Revolutions of Spain, from 1808 to the end of 1836. El libro al cual se refiere aquí el Libertador es, muy probablemente, el titulado “An exposé of the dissentions of Spanish America”, publicado en Londres en 1814.

[15] Se trata del abate Guillermo Tomás Raynal (1713-1796) escritor francés de la corriente enciclopedista, crítico de los sistemas de coloniza­ción europeos en su obra Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Emopéens dans les deux Indes (Amsterdam, 1770) a la cual se refiere aquí Bolívar indudablemente.

[16] Puerto Rico. Isla del mar Caribe, una de las Antillas, posesión en­tonces de España.

[17] Cuba. Isla del mar Caribe, una de las Antillas, posesión entonces de España.

[18] Alude a la República Federal de los Estados Unidos de América.

[19] Napoleón Bonaparte, Emperador de los Franceses.

[20] El Rey de España Carlos IV (1748-1819) quien reinó desde 1788 hasta 1808. Murió en Roma.

[21] Fernando VII de Borbón (El Escorial, 1784-Madrid, 1833) hijo de Carlos IV, a quien sucedió como Rey de España en 1808, si bien fue conducido preso a Francia por orden de Napoleón y sólo recuperó el trono en 1814. Reinó hasta su muerte acaecida en 1833. El episodio al cual se refiere Bolívar es el de las cesiones de Bayona en 1808.

[22] Se refiere a Motezuma II, Rey de los Aztecas (México, 1466- Mé­xico, 1520), quien reinó desde 1502 hasta 1520. Extendió sus dominios a gran parte de la América Central. Pero en 1519 no pudo evitar la en­trada de los soldados de Cortés en México. Hecho prisionero, aconsejó a sus subditos que se sometiesen al poder español, y fue lapidado por ellos. Murió poco después. El nombre de este soberano azteca aparece escrito con diversas grafías, que hemos respetado en cada caso; pero no hay duda de que se trata siempre del mismo personaje.

[23] El Capitán español Hernán Cortés (1485-1547) nacido en Medellín, Extremadura, conquistador del imperio mexicano para España entre 1519 y 1521.

[24] Debe referirse a Antonio de Herrera y Tordesillas, historiador es­pañol (1559-1625), Cronista General de Castilla e Indias durante los rei­nados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Aún cuando Herrera escribió numerosas obras (Historia general del Mundo. .. del tiempo del Señor Rey Don Felipe II; Tratado... de los movimientos de Aragón...; Historia de los sucesos de Francia desde 1585..- hasta 1594, etc.) es indudable que Bolívar se refiere a la más célebre de ellas, la Historia General de los hechos de los castellanos en las islas y Tierra Firme del mar Océano. .. (Madrid, 1601-1615) conocida generalmente como Décadas, que abarca el período 1492-1554. Esta obra se hallaba en la biblioteca de la familia Palacios en Caracas.

[25] El escritor español Antonio de Solís y Rivadeneyra (1610-1686) natural de Alcalá de Henares, Secretario de Felipe IV, y Cronista Mayor de Indias. Autor de poemas y de comedias, consagró los últimos años de su vida a componer la “Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional conocida por... Nueva España”, impresa por primera vez en Madrid en 1684. Bolívar se refiere induda­blemente a esta obra, que figuraba en las bibliotecas caraqueñas de su padre y de sus tíos Palacios.

[26] El Inca Atahualpa, último soberano indígena independiente del Perú, apresado en Cajamarca a fines de 1532 por el conquistador Fran­cisco Pizarro, quien lo hizo ejecutar el año siguiente.

[27] Francisco Pizarro, Capitán español nacido en Trujillo (Extrema­dura) en 1476. Conquistó el Perú para la Corona de Castilla, y fundó en 1535 la ciudad de Lima, donde murió asesinado en 1541.

[28] El Capitán español Diego de Almagro (1475-1538), compañero de Francisco Pizarro en la conquista del Perú.

[29] El emperador de los Aztecas Guatimozín o Cuauhtemoc (1495-1522), quien había casado con una hija de Motezuma y sucedió en el trono, en 1520, a Cuitlahuac al morir éste atacado de viruelas. Guatimozín organizó la resistencia azteca contra las fuerzas de Hernán Cortés. Cayó prisionero al ser tomada la ciudad de México. Fue sometido a tortura, y ejecutado más tarde por orden de Cortés, bajo la acusación de conspirar contra los españoles.

[30] El Rey de Ichoacán, Tangaxoán, a quien los aztecas, sus enemigos, llamaban Catzontzin, nombre que adoptaron los cronistas españoles. Recibió bien a los emisarios de Hernán Cortés y viajó a la ciudad de México para visitarle. Continuó reinando en Michoacán, hasta que en 1530 fue tortu­rado y muerto por orden del conquistador Ñuño de Guzmán.

[31] Bogotá. Se refiere a la antigua población indígena de ese nombre, situada en el altiplano donde hoy se levanta la ciudad de Bogotá, actual capital de Colombia. Zipa era el nombre que recibía el soberano indígena de la región.

[32] Copiapó. Parte de la Provincia de Atacama, en Chile, entre Antofagasta y la Serena, regada por el río Copiapó, donde se levanta la ciudad de ese mismo nombre, fundada en 1744. En 1535 había llegado a esa región el conquistador español Diego de Almagro.

[33] Dey (del turco dey, tío materno): Título del Jefe o príncipe musul­mán que gobernaba la regencia de Argel.

[34] Hispahán, o mejor, Ispahán o Isfahán. Antigua ciudad de Persia, que fue su capital durante los siglos XVI y XVII.

[35] Gengis-Kan, el célebre caudillo mongol de los siglos XII-XIII, quien sometió a su poder gran parte de Asia.

[36] El Emperador Carlos V de Alemania (Gante, 1500-Yuste, 1558). Rey de España como Carlos I. Durante su reinado (1517-1556) se llevó a cabo el esfuerzo fundamental de la conquista en América.

[37] Se trata del Sacerdote dominico mexicano Fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (1765-1827), quien tuvo destacada participación en los sucesos revolucionarios de su patria. Es sabido que el Padre Mier publicó en Londres, en 1813, una Historia de la Revolución de Nueva España antiguamente Anábuac, bajo el nombre de José Guerra. A ella se refiere el Libertador.

[38] Bayona. Población del sur-oeste de Francia, cercana a la frontera española, en donde Carlos IV y su hijo Fernando VII hicieron a Napoleón Bonaparte, en 1808, arbitro de los destinos de España; y Napoleón, bur­lándolos a los dos, entregó la corona a su propio hermano José Bonaparte.

[39] Se trata del escritor español José María Blanco y Crespo (Sevilla, 1774 - Liverpool, 1841) quien residió durante muchos años en Inglaterra, donde usó el apellido Blanco-White y el seudónimo "Leucadio Doblado". Fue editor y redactor del periódico El Español, publicado en Londres de 1810 a 1814.

[40] Alude aquí a los ejércitos de Napoleón.

[41] Se refiere a José Bonaparte, coronado Rey de España por imposi­ción de su hermano Napoleón.

[42] Buenos Aires, capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata, hoy República Argentina. Bolívar, sin embargo, parece referirse más bien a las Provincias Unidas que a su capital.

[43] Zitácuaro. Ciudad del actual Estado de Michoacán (México), donde se reunió en 1811 la Junta Suprema presidida por el patriota Ignacio López Rayón.

[44] El prócer mexicano José María Morelos y Pavón, nacido en Valladolid (hoy Morelia) en 1765. Se dedicó al sacerdocio, bajo la protección del Padre Hidalgo, con quien colaboró desde el comienzo de la guerra de la independencia. Se distinguió como un valeroso y hábil jefe militar en Cuautla, Oaxaca y Acapulco. En septiembre de 1813 instaló el Congreso de Chilpancingo, que proclamó la Independencia de México. Derrotado en varias acciones por Iturbide, cayó prisionero en Tezmalasca, fue condu­cido a la ciudad de México para ser juzgado y luego de condenado a muerte fue fusilado en San Cristóbal Ecatepec en diciembre de 1815.

[45] Se trata del patriota mexicano Ignacio López Rayón (1773-1833) nacido en Tlalpujahua, quien fue, junto con Hidalgo y Morelos, uno de los principales dirigentes del movimiento de la independencia de México ini­ciado en 1810. Era abogado; en el ejército alcanzó el grado de General de División. Después de 1820 ocupó importantes posiciones en la vida pública mexicana.

[46] Zultepec. Hoy Sultepec. Población del actual Estado de México.

[47] En 1812 era Virrey de México el militar español Francisco Javier Venegas (fl. 1760-1818) quien cesó en el cargo en 1813.

[48] Se refiere, muy probablemente, al manifiesto del sacerdote mexicano José María Cos, redactado en marzo de 1812.

[49] Los Estados Unidos de América del Norte.

[50] Montesquieu. Carlos Luis de Secondat, barón de La Bréde y de Montesquieu, nacido en el Castillo de La Bréde, cerca de Burdeos, en 1689, y muerto en 1755. Magistrado, escritor y filósofo francés, que viajó por gran parte de Europa, vivió unos años en Inglaterra y residió por largas temporadas en París, donde fue hecho miembro de la Academia Francesa. Autor, entre otras obras, de las “Cartas Persas”, de las “Consideraciones sobre las causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos y de El Espíritu de las Leyes”, su obra maestra, a la cual se refiere aquí el Libertador.

[51] Se refiere al conocido mito de Icaro, hijo de Dédalo.

[52] El sacerdote y escritor francés Dominique De Pradt (1759-1837) más conocido como Abate De Pradt.

[53] Se refiere al Emperador Romano Constantino I, El Grande (272-337) quien trasladó la capital del Imperio a Bizancio (Constantinopla).

[54] Maracaibo, población venezolana situada a orillas del Lago del mis­mo nombre, era entonces capital de la Provincia de Maracaibo. Hoy es la segunda ciudad de Venezuela, y capital del Estado Zulia.

[55] Lleva el nombre de Bahía Honda un fondeadero natural existente en el extremo noroccidental de la Península de la Guajira, entre el Cabo de la Vela y la Punta Gallinas. Como puede verse, el Libertador consideraba situado en ese lugar el límite entre Venezuela y la Nueva Granada.

[56] La región de la Guajira, situada entre las actuales Repúblicas de Venezuela y de Colombia, cada una de las cuales posee parte de ella.

[57] Como es sabido, con el nombre de "Colombia" designaba el Pre­cursor Miranda a la América toda, o por lo menos a la de raíz ibérica. Y el mismo nombre llevó la Gran República fundada en 1819 por el Libertador, que abarcaba las actuales naciones de Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá, y quedó disuelta en 1830.

[58] Alude, evidentemente, a Cristóbal Colón.

[59] Arauco, o la Araucania, región del sur de Chile.

[60] El Istmo de Corinto, que une la península del Peloponeso al resto de la Grecia continental, donde establecieron los antiguos griegos su anfictionía.

[61] Charles Irenée Castel (1658-1743) Abate de Saint Fierre, escritor francés, autor de una obra titulada “Mémoires pour rendre la paix perpétuelle en Europe”, publicada hacia 1712 ó 1713.

[62] Quetzalcoatl. Dios mitológico de los antiguos mexicanos, cuyo culto se extendió por Centroamérica antes de la conquista española. Su nombre significa "Serpiente Emplumada". Aparece en el texto con grafías diversas, que han sido respetadas.

[63] Hermes. Divinidad de la Mitología griega. Servía, de ordinario, como mensajero de los Dioses, intermediario entre éstos y los hombres.

[64] Alude a Gotama Buda, fundador de la religión budista, quien vivió en la India entre 567 y 483 antes de Cristo.

[65] Mercurio. Divinidad de la Mitología romana, equivalente al Hermes griego.

[66] Anahuac. Región del México central, en donde floreció la cultura de los Aztecas. Bolívar la cita como sinónimo de México, según era usual entonces.

[67] Se refiere aquí al Apóstol Santo Tomás.

[68] Yucatán. Península de México, en donde floreció la cultura de los antiguos mayas.

[69] Chilán-Cambal: Chilán o Chilam es el nombre que los antiguos mayas daban a los enviados o representantes de los Dioses. Bolívar se refiere aquí al profeta Kukulkán, de origen mítico, a quien Diego de Landa, en su “Relación de las cosas de Yucatán”, identifica con la Serpiente Emplumada o Quetzalcoatl de los aztecas.

[70] El misionero jesuíta español José de Acosta (1539-1600), quien residió largos años en América, y fue más tarde Rector del Colegio de su orden en Salamanca. Autor de la obra titulada Historia natural y moral de las Indias (Sevilla, 1590).

[71] La Virgen de Guadalupe era venerada en la Villa de igual nombre en Extremadura (España) desde fines del siglo xm. Su culto tomó gran auge en México, con una iconografía distinta, desde 1531, poco después de la conquista. A lo largo del período colonial fue considerada como la Patrona celestial de México.

[72] Kingston. La ciudad principal de la isla de Jamaica, entonces

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